En la tibieza de tus brazos, te escribo, hijo.
Escuchando las cálidas gotas de lluvia
que golpean el asfalto.
Que no hay certeza más grande, hijo mío,
la paz inmensa que tu existencia ha coronado.
El aire tibio entra por la ventana de madrugada
y nos encuentra arrullados,
la luz de las farolas se cuela entre nosotros y permite ver, hijo, tu rostro de nácar labrado.
Que no te quepa duda, hijo, la ternura que en mí has despertado,
tu sonrisa, mariposa dorada, llena todos los espacios.
Has sanado mi alma de culpas y de remordimientos vanos.
Hijo, tu sola presencia mi corazón ha inundado.